KURIOSOS
"La ignorancia afirma o niega rotundamente; la Ciencia duda."

¿Qué es la Ciencia?

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Por: Isaac Asimov
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Y, al principio, todo fue curiosidad.
La curiosidad, el imperativo deseo de conocer, no es una característica de la materia inanimada. Tampoco lo es de algunas formas de organismos vivos, a los que, por este motivo, apenas podemos considerar vivos.
Un árbol no siente curiosidad alguna por su medio ambiente, al menos en ninguna forma que podamos reconocer; por su parte, tampoco la sienten una esponja o una ostra. El viento, la lluvia y las corrientes oceánicas les llevan lo que necesitan, y toman de ellos lo que buenamente pueden. Si el azar de los acontecimientos es tal que llega hasta ellos el fuego, el veneno, los depredadores o los parásitos, mueren tan estoica y silenciosamente como vivieron.
Sin embargo, en el esquema de la vida, algunos organismos no tardaron en desarrollar ciertos movimientos independientes. Esto significó un gran avance en el control de su medio ambiente. Con ello, un organismo móvil no tenía ya por qué esperar largo tiempo, en estólida rigidez, a que los alimentos se cruzaran en su camino, sino que podía salir a buscarlos.
Esto supuso que habían entrado en el mundo la aventura y la curiosidad. El individuo que vacilaba en la lucha competitiva por los alimentos, que se mostraba excesivamente conservador en su exploración, simplemente perecía de hambre. Tan pronto como ocurrió eso, la curiosidad sobre el medio ambiente fue el precio que se hubo de pagar por la supervivencia.
El paramecio unicelular, en sus movimientos de búsqueda, quizá no tenga voliciones ni deseos conscientes en el sentido humano, pero no cabe duda de que experimenta un impulso, aún cuando sea de tipo fisicoquímico «simple», que lo induce a comportarse como si estuviera investigando, su entorno en busca de alimentos. Y este «acto de curiosidad» es lo que nosotros más fácilmente reconocemos como inseparable de la forma de vida más afín a la nuestra.
Al hacerse más intrincados los organismos, sus órganos sensitivos se multiplicaron y adquirieron mayor complejidad y sensibilidad. Entonces empezaron a captar mayor número de mensajes y más variados desde el medio ambiente y acerca del mismo. A la vez (y no podemos decir si, como causa o efecto) se desarrolló una creciente complejidad del sistema nervioso, el instrumento viviente que interpreta y almacena los datos captados por los órganos de los sentidos, y con esto llegamos al punto en que la capacidad para recibir, almacenar e interpretar los mensajes del mundo externo puede rebasar la pura necesidad. Un organismo puede haber saciado momentáneamente su hambre y no tener tampoco, por el momento, ningún peligro a la vista. ¿Qué hace entonces?
Tal vez dejarse caer en una especie de sopor, como la ostra. Sin embargo, al menos los organismos superiores, siguen mostrando un claro instinto para explorar el medio ambiente. Estéril curiosidad, podríamos decir. No obstante, aunque podamos burlarnos de ella, también juzgamos la inteligencia en función de esta cualidad. El perro, en sus momentos de ocio, olfatea acá y allá, elevando sus orejas al captar sonidos que nosotros no somos capaces de percibir; y precisamente por esto es por lo que lo consideramos más inteligente que el gato, el cual, en las mismas circunstancias, se entrega a su aseo, o bien se relaja, se estira a su talante y dormita. Cuanto más evolucionado es el cerebro, mayor es el impulso a explorar, mayor la «curiosidad excedente». El mono es sinónimo de curiosidad. El pequeño e inquieto cerebro de este animal debe interesarse, y se interesa en realidad, por cualquier cosa que caiga en sus manos. En este sentido, como en muchos otros, el hombre no es más que un supermono .
El cerebro humano es la más estupenda masa de materia organizada del Universo conocido, y su capacidad de recibir, organizar y almacenar datos supera ampliamente los requerimientos ordinarios de la vida. Se ha calculado que, durante el transcurso de su existencia, un ser humano puede llegar a recibir más de cien millones de datos de información. Algunos creen que este total es mucho más elevado aún. Precisamente este exceso de capacidad es causa de que nos ataque una enfermedad sumamente dolorosa: el aburrimiento. Un ser humano colocado en una situación en la que tiene oportunidad de utilizar su cerebro sólo para una mínima supervivencia, experimentará gradualmente una diversidad de síntomas desagradables, y puede llegar incluso hasta una grave desorganización mental.
Por tanto, lo que realmente importa es que el ser humano sienta una intensa y dominante curiosidad. Si carece de la oportunidad de satisfacerla en formas inmediatamente útiles para él, lo hará por otros conductos, incluso en formas censurables, para las cuales reservamos admoniciones tales como: «La curiosidad mató el gato», o «Métase usted en sus asuntos».
La abrumadora fuerza de la curiosidad, incluso con el dolor como castigo, viene reflejada en los mitos y leyendas. Entre los griegos corría la fábula de Pandora y su caja. Pandora, la primera mujer, había recibido una caja, que tenía prohibido abrir. Naturalmente, se apresuró a abrirla, y entonces vio en ella toda clase de espíritus de la enfermedad, el hambre, el odio y otros obsequios del Maligno, los cuales, al escapar, asolaron el mundo desde entonces.
En la historia bíblica de la tentación de Eva, no cabe duda de que la serpiente tuvo la tarea más fácil del mundo. En realidad podía haberse ahorrado sus palabras tentadoras: la curiosidad de Eva la habría conducido a probar el fruto prohibido, incluso sin tentación alguna. Si deseáramos interpretar alegóricamente este pasaje de la Biblia, podríamos representar a Eva de pie bajo el árbol, con el fruto prohibido en la mano, y la serpiente enrollada en torno a la rama podría llevar este letrero: «Curiosidad». Aunque la curiosidad, como cualquier otro impulso humano, ha sido utilizada de forma innoble, la invasión en la vida privada, que ha dado a la palabra su absorbente y peyorativo sentido, sigue siendo una de las más nobles propiedades de la mente humana. En su definición más simple y pura es «el deseo de conocer».
Este deseo encuentra su primera expresión en respuestas a las necesidades prácticas de la vida humana: cómo plantar y cultivar mejor las cosechas; cómo fabricar mejores arcos y flechas; cómo tejer mejor el vestido, o sea, las «Artes Aplicadas». Pero, ¿qué ocurre una vez dominadas estas tareas, comparativamente limitadas, o satisfechas las necesidades prácticas? Inevitablemente, el deseo de conocer impulsa a realizar actividades menos limitadas y más complejas.
Parece evidente que las «Bellas Artes» (destinadas sólo a satisfacer unas necesidades de tipo espiritual) nacieron en la agonía del aburrimiento. Si nos lo proponemos, tal vez podamos hallar fácilmente unos usos más pragmáticos y más nuevas excusas para las Bellas Artes. Las pinturas y estatuillas fueron utilizadas, por ejemplo, como amuletos de fertilidad y como símbolos religiosos. Pero no se puede evitar la sospecha de que primero existieron estos objetos, y de que luego se les dio esta aplicación.
Decir que las Bellas Artes surgieron de un sentido de la belleza, puede equivaler también a querer colocar el carro delante del caballo. Una vez que se hubieron desarrollado las Bellas Artes, su extensión y refinamiento hacia la búsqueda de la Belleza podría haber seguido como una consecuencia inevitable; pero aunque esto no hubiera ocurrido, probablemente se habrían desarrollado también las Bellas Artes. Seguramente se anticiparon a cualquier posible necesidad o uso de las mismas. Tengamos en cuenta, por ejemplo, como una posible causa de su nacimiento, la elemental necesidad de tener ocupada la mente.
Pero lo que ocupa la mente de una forma satisfactoria no es sólo la creación de una obra de arte, pues la contemplación o la apreciación de dicha obra brinda al espectador un servicio similar. Una gran obra de arte es grande precisamente porque nos ofrece una clase de estímulo que no podemos hallar en ninguna otra parte.
Contiene bastantes datos de la suficiente complejidad como para incitar al cerebro a esforzarse en algo distinto de las necesidades usuales, y, a menos que se trate de una persona desesperadamente arruinada por la estupidez o la rutina, este ejercicio es placentero.
Pero si la práctica de las Bellas Artes es una solución satisfactoria para el problema del ocio, también tiene sus desventajas: requiere, además de una mente activa y creadora, destreza física. También es interesante cultivar actividades que impliquen sólo a la mente, sin el suplemento de un trabajo manual especializado, y, por supuesto, tal actividad es provechosa. Consiste en el cultivo del conocimiento por sí mismo, no con objeto de hacer algo con él, sino por el propio placer que causa.
Así, pues, el deseo de conocer parece conducir a una serie de sucesivos reinos cada vez más etéreos y a una más eficiente ocupación de la mente, desde la facultad de adquirir lo simplemente útil, hasta el conocimiento de lo estético, o sea, hasta el conocimiento «puro».
Por sí mismo, el conocimiento busca sólo resolver cuestiones tales como: ¿A qué altura está el firmamento?», o « ¿Por qué cae una piedra?». Esto es la curiosidad pura, la curiosidad en su aspecto más estéril y, tal vez por ello, el más perentorio. Después de todo, no sirve más que al aparente propósito de saber la altura a que está el cielo y por qué caen las piedras. El sublime firmamento no acostumbra interferirse en los asuntos corrientes de la vida, y, por lo que se refiere a la piedra, el saber por qué cae no nos ayuda a esquivarla más diestramente o a suavizar su impacto en el caso de que se nos venga encima. No obstante, siempre ha habido personas que se han interesado por preguntas tan aparentemente inútiles y han tratado de contestarlas sólo por el puro deseo de conocer, por la absoluta necesidad de mantener el cerebro trabajando.
El mejor método para enfrentarse con tales interrogantes consiste en elaborar una respuesta estéticamente satisfactoria, respuesta que debe tener las suficientes analogías con lo que ya se conoce como para ser comprensible y plausible. La expresión «elaborar» es más bien gris y poco romántica. Los antiguos gustaban de considerar el proceso del descubrimiento como la inspiración de las musas o la revelación del cielo. En todo caso, fuese inspiración, o revelación, o bien se tratara de la clase de actividad creadora que desembocaba en el relato de leyendas, sus explicaciones dependían, en gran medida, de la analogía. El rayo, destructivo y terrorífico, sería lanzado, a fin de cuentas, como un arma, y a juzgar por el daño que causa parece como si se tratara realmente de un arma arrojadiza, de inusitada violencia. Semejante arma debe de ser lanzada por un ente proporcionado a la potencia de la misma, y por eso el trueno se transforma en el martillo de Thor, y el rayo, en la centelleante lanza de Zeus. El arma sobrenatural es manejada siempre por un hombre sobrenatural.
Así nació el mito. Las fuerzas de la Naturaleza fueron personificadas y deificadas. Los mitos se ínter influyeron a lo largo de la Historia, y las sucesivas generaciones de relatores los aumentaron y corrigieron, hasta que su origen quedó oscurecido. Algunos degeneraron en agradables historietas (o en sus contrarias), en tanto que otros ganaron un contenido ético lo suficientemente importante, como para hacerlas significativas dentro de la estructura de una religión mayor.
Con la mitología ocurre lo mismo que con el Arte, que puede ser pura o aplicada. Los mitos se mantuvieron por su encanto estético, o bien se emplearon para usos físicos. Por ejemplo, los primeros campesinos sintiéronse muy preocupados por el fenómeno de la lluvia y por qué caía tan caprichosamente. La fertilizante lluvia representaba, obviamente, una analogía con el acto sexual, y, personificando a ambas (cielo y tierra), el hombre halló una fácil interpretación acerca del por qué llueve o no. Las diosas terrenas, o el dios del cielo, podían estar halagados u ofendidos, según las circunstancias. Una vez aceptado este mito, los campesinos encontraron una base plausible para producir la lluvia. Literalmente, aplacando, con los ritos adecuados, al dios enfurecido. Estos ritos pudieron muy bien ser de naturaleza orgiástica, en un intento de influir con el ejemplo sobre el cielo y la tierra.
Los mitos griegos figuran entre los más bellos y sofisticados de nuestra herencia literaria y cultural. Pero se da el caso de que los griegos fueron también quienes, a su debido tiempo, introdujeron el camino opuesto de la observación del Universo, a saber, la contemplación de éste como impersonal e inanimado. Para los creadores de mitos, cada aspecto de la Naturaleza era esencialmente humano en su imprevisibilidad. A pesar de la fuerza y la majestad de su personificación y de los poderes que pudieran tener Zeus o Marduk, u Odín, éstos se mostraban, también como simples hombres, frívolos, caprichosos, emotivos, capaces de adoptar una conducta violenta por razones fútiles, y susceptibles a los halagos infantiles. Mientras el Universo estuviera bajo el control de unas deidades tan arbitrarias y de reacciones tan imprevisibles, no había posibilidades de comprenderlo; sólo existía la remota esperanza de aplacarlo. Pero, desde el nuevo punto de vista de los pensadores griegos más tardíos, el Universo era una máquina gobernada por leyes inflexibles. Así, pues, los filósofos griegos se entregaron desde entonces al excitante ejercicio intelectual de tratar de descubrir hasta qué punto existían realmente leyes en la Naturaleza.
El primero en afrontar este empeño, según la tradición griega, fue Tales de Mileto hacia el 600 a. de J.C. Aunque sea dudoso el enorme número de descubrimientos que le atribuyó la posteridad, es muy posible que fuese el primero en llevar al mundo helénico el abandonado conocimiento babilónico. Su hazaña más espectacular consistió en predecir un eclipse para el año 585 a. de J.C., fenómeno que se produjo en la fecha prevista.
Comprometidos en su ejercicio intelectual, los griegos presumieron, por supuesto, que la Naturaleza jugaría limpio; ésta, si era investigada en la forma adecuada, mostraría sus secretos, sin cambiar la posición o la actitud en mitad del juego. (Miles de años más tarde, Albert Einstein expresó, también esta creencia al afirmar: «Dios puede ser sutil, pero no malicioso») Por otra parte, creíase que las leyes naturales, cuando son halladas, pueden ser comprensibles. Este optimismo de los griegos no ha abandonado nunca a la raza humana.
Con la confianza en el juego limpio de la Naturaleza el hombre necesitaba conseguir un sistema ordenado para aprender la forma de determinar, a partir de los datos observados, las leyes subyacentes. Progresar desde un punto basta otro, estableciendo líneas de argumentación, supone utilizar la «razón». Un individuo que razona puede utilizar la «intuición» para guiarse en su búsqueda de respuestas, mas para apoyar su teoría deberá confiar, al fin, en una lógica estricta. Para tomar un ejemplo simple: si el coñac con agua, el whisky con agua, la vodka con agua o el ron con agua son brebajes intoxicantes, puede uno llegar a la conclusión que el factor intoxicante debe ser el ingrediente que estas bebidas tienen en común, o sea, el agua. Aunque existe cierto error en este razonamiento, el fallo en la lógica no es inmediatamente obvio, y, en casos más sutiles, el error puede ser, de hecho, muy difícil de descubrir.
El descubrimiento de los errores o falacias en el razonamiento ha ocupado a los pensadores desde los tiempos griegos hasta la actualidad, y por supuesto que debemos los primeros fundamentos de la lógica sistemática a Aristóteles de Estalira, el cual, en el siglo IV a. de J.C., fue el primero en resumir las reglas de un razonamiento riguroso.
En el juego intelectual hombre-Naturaleza se dan tres premisas: La primera, recoger las informaciones acerca de alguna faceta de la Naturaleza; la segunda, organizar estas observaciones en un orden preestablecido. (La organización no las altera, sino que se limita a colocarlas para hacerlas aprehensibles más fácilmente. Esto se ve claro, por ejemplo, en el juego del bridge, en el que, disponiendo la mano por palos y por orden de valores, no se cambian las cartas ni se pone de manifiesto cuál será la mejor forma de jugarlo, pero sí se facilita un juego lógico.) Y, finalmente, tenemos la tercera, que consiste en deducir, de su orden preestablecido de observaciones, algunos principios que las resuman.
Por ejemplo, podemos observar que el mármol se hunde en el agua, que la madera flota, que el hierro se hunde, que una pluma flota, que el mercurio se hunde, que el aceite de oliva flota, etc. Si ponemos en una lista todos los objetos que se hunden y en otra todos los que flotan, y buscamos una característica que distinga a todos los objetos de un grupo de los del otro, llegaremos a la conclusión de que los objetos pesados se hunden en el agua, mientras que los ligeros flotan.
Esta nueva forma de estudiar el Universo fue denominada por los griegos Philosophia (Filosofía), voz que significa «amor al conocimiento» o, en una traducción libre, «deseo de conocer».
Los griegos consiguieron en Geometría sus éxitos más brillantes, éxitos que pueden atribuirse, principalmente, a su desarrollo en dos técnicas: la abstracción y la generalización.
Veamos un ejemplo: Los agrimensores egipcios habían hallado un sistema práctico de obtener un ángulo: dividían una cuerda en 12 partes iguales y formaban un triángulo, en el cual, tres partes de la cuerda constituían un lado; cuatro partes, otro, y cinco partes, el tercero (el ángulo recto se constituía cuando el lado de tres unidades se unía con el de cuatro). No existe ninguna información acerca de cómo descubrieron este método los egipcios, y, aparentemente, su interés no fue más allá de esta utilización. Pero los curiosos griegos siguieron esta senda e investigaron por qué tal triángulo debía contener un ángulo recto. En el curso de sus análisis llegaron a descubrir que, en sí misma, la construcción física era solamente incidental; no importaba que el triángulo estuviera hecho de cuerda, o de lino, o de tablillas de madera. Era simplemente una propiedad de las «líneas rectas», que se cortaban formando ángulos. Al concebir líneas rectas ideales independientes de toda comprobación física y que pudiera existir sólo en la mente, dieron origen al método llamado abstracción, que consiste en despreciar los aspectos no esenciales de un problema y considerar sólo las propiedades necesarias para la solución del mismo.
Los geómetras griegos dieron otro paso adelante al buscar soluciones generales para las distintas clases de problemas, en lugar de tratar por separado cada uno de ellos. Por ejemplo, se pudo descubrir, gracias a la experiencia, que un ángulo recto aparece no sólo en los triángulos que tienen, lados de 3, 4 y 5 m de longitud, sino también en los de 5, 12 y 13 y en los de 7, 24 y 25 m. Pero, éstos eran sólo números, sin ningún significado. ¿Podría hallarse alguna propiedad común que describieran todos los triángulos rectángulos? Mediante detenidos razonamientos, los griegos demostraron que un triángulo es rectángulo únicamente en el caso de que las longitudes de los lados estuvieran en la relación de x 2 + y 2 = z 2 , donde z es la longitud del lado más largo. El ángulo recto se formaba al unirse los lados de longitud x e y. Por este motivo, para el triángulo con lados de 3, 4 y 5 m, al elevar al cuadrado su longitud daba por resultado 9 + 16 = 25, y al hacer lo mismo con los de 5, 12 y 13, se tenía 25 + 144 = 169, y, por último, procediendo de idéntica forma con los de 7, 24 y 25, se obtenía 49 + 576 = 625. Éstos son únicamente tres casos de entre una infinita posibilidad de ellos, y, como tales, intrascendentes. Lo que intrigaba a los griegos era el descubrimiento de una prueba de que la relación debía satisfacerse en todos los casos, y prosiguieron el estudio de la Geometría como un medio sutil para descubrir y formular generalizaciones.
Varios matemáticos griegos aportaron pruebas de las estrechas relaciones que existían entre las líneas y los puntos de las figuras geométricas. La que se refería al triángulo rectángulo fue, según la opinión general, elaborada por Pitágoras de Samos hacia el 525 a. de J.C., por lo que aún se llama, en su honor, teorema de Pitágoras.
Aproximadamente el año 300 a. de J.C., Euclides recopiló los teoremas matemáticos conocidos en su tiempo y los dispuso en un orden razonable, de forma que cada uno pudiera demostrarse utilizando teoremas previamente demostrados. Como es natural, este sistema se remontaba siempre a algo indemostrable: si cada teorema tenía que ser probado con ayuda de otro ya demostrado, ¿cómo podría demostrarse el teorema número 1? La solución consistió en empezar por establecer unas verdades tan obvias y aceptables por todos, que no necesitaran su demostración. Tal afirmación fue llamada «axioma». Euclides procuró reducir a unas cuantas afirmaciones simples los axiomas aceptados hasta entonces. Sólo con estos axiomas pudo construir el intrincado y maravilloso sistema de la geometría euclídea. Nunca con tan poco se construyó tanto y tan correctamente, por lo que, como recompensa, el libro de texto de Euclides ha permanecido en uso, apenas con la menor modificación, durante más de 2.000 años.
Elaborar un cuerpo doctrinal como consecuencia inevitable de una serie de axiomas («deducción») es un juego atractivo. Los griegos, alentados por los éxitos de su Geometría, se entusiasmaron con él hasta el punto de cometer dos serios errores.
En primer lugar, llegaron a considerar la deducción como el único medio respetable de alcanzar el conocimiento. Tenían plena conciencia de que, para ciertos tipos de conocimiento, la deducción resultaba inadecuada por ejemplo, la distancia desde Corinto a Atenas no podía ser deducida a partir de principios abstractos, sino que forzosamente tenía que ser medida. Los griegos no tenían inconveniente en observar la Naturaleza cuando era necesario. No obstante, siempre se avergonzaron de esta necesidad, y consideraban que el conocimiento más excelso era simplemente el elaborado por la actividad mental. Tendieron a subestimar aquel conocimiento que estaba demasiado directamente implicado en la vida diaria. Según se dice, un alumno de Platón, mientras recibía instrucción matemática de su maestro, preguntó al final, impacientemente:
-Más, ¿para qué sirve todo esto?
Platón, muy ofendido, llamó a un esclavo y le ordenó que entregara una moneda al estudiante.
-Ahora, dijo, no podrás decir que tu instrucción no ha servido en realidad para nada.
Y, con ello, el estudiante fue despedido.
Existe la creencia general de que este sublime punto de vista surgió como consecuencia de la cultura esclavista de los griegos, en la cual todos los asuntos prácticos quedaban confiados a los sirvientes. Tal vez sea cierto, pero yo me inclino por el punto de vista según el cual los griegos sentían y practicaban la Filosofía como un deporte, un juego intelectual. Consideramos al aficionado a los deportes como a un caballero, socialmente superior al profesional que vive de ellos. Dentro de este concepto de la puridad, tomamos precauciones casi ridículas para aseguramos de que los participantes en los Juegos Olímpicos están libres de toda mácula de profesionalismo. De forma similar, la racionalización griega por el «culto a lo inútil» puede haberse basado en la impresión de que el hecho de admitir que el conocimiento mundano, tal como la distancia desde Atenas a Corinto, nos introduce en el conocimiento abstracto, era como aceptar que la imperfección nos lleva al Edén de la verdadera Filosofía. No obstante la racionalización, los pensadores griegos se vieron seriamente limitados por esta actitud. Grecia no fue estéril por lo que se refiere a contribuciones prácticas a la civilización, pese a lo cual, hasta su máximo ingeniero, Arquímedes de Siracusa, rehusó escribir acerca de sus investigaciones prácticas y descubrimientos; para mantener su status de aficionado, transmitió sus hallazgos sólo en forma de Matemáticas puras. Y la carencia de interés por las cosas terrenas, en la invención, en el experimento y en el estudio de la Naturaleza, fue sólo uno de los factores que limitó el pensamiento griego. El énfasis puesto por los griegos sobre el estudio puramente abstracto y formal, en realidad, sus éxitos en Geometría, les condujo a su segundo gran error y, eventualmente, a la desaparición final.
Seducidos por el éxito de los axiomas en el desarrollo de un sistema geométrico, los griegos llegaron a considerarlos como «verdades absolutas» y a suponer que otras ramas del conocimiento podrían desarrollarse a partir de similares «verdades absolutas». Por este motivo, en la Astronomía tomaron como axiomas las nociones de que:
1) La Tierra era inmóvil y, al mismo tiempo, el centro del Universo.
2) En tanto que la Tierra era corrupta e imperfecta, los cielos eran eternos, inmutables y perfectos.
Dado que los griegos consideraban el círculo como la curva perfecta, y teniendo en cuenta que los cielos eran también perfectos, dedujeron que todos los cuerpos celestes debían moverse formando círculos alrededor de la Tierra. Con el tiempo, sus observaciones (procedentes de la navegación y del calendario) mostraron que los planetas no se movían en círculos perfectos y, por tanto, se vieron obligados a considerar que realizaban tales movimientos en combinaciones cada vez más complicadas de círculos; lo cual fue formulado, como un sistema excesivamente complejo, por Claudio Ptolomeo, en Alejandría, hacia el 150 de nuestra Era. De forma similar, Aristóteles elaboró caprichosas teorías acerca del movimiento a partir de axiomas «evidentes por sí mismos», tales como la afirmación de que la velocidad de caída de un objeto era proporcional a su peso. (Cualquiera podía ver que una piedra caía más rápidamente que una pluma.)
Así, con este culto a la deducción partiendo de los axiomas evidentes por sí mismos, se corría el peligro de llegar a un callejón sin salida. Una vez los griegos hubieron hecho todas las posibles deducciones a partir de los axiomas, parecieron quedar fuera de toda duda ulteriores descubrimientos importantes en Matemáticas o Astronomía. El conocimiento filosófico se mostraba completo y perfecto, y, durante cerca de 2.000 años después de la Edad de Oro de los griegos, cuando se planteaban cuestiones referentes al Universo material, tendíase a zanjar los asuntos a satisfacción de todo el mundo mediante la fórmula: «Aristóteles dice...», o «Euclides afirma...»
Una vez resueltos los problemas de las Matemáticas y la Astronomía, los griegos irrumpieron en campos más sutiles y desafiantes del conocimiento. Uno de ellos fue el referente al alma humana.
Platón sintióse más profundamente interesado por cuestiones tales como: « ¿Qué es la justicia?», o « ¿Qué es la virtud?», antes que por los relativos al hecho de por qué caía la lluvia o cómo se movían los planetas. Como supremo filósofo moral de Grecia, superó a Aristóteles, el supremo filósofo natural. Los pensadores griegos del período romano se sintieron también atraídos, con creciente intensidad, hacia las sutiles delicadezas de la Filosofía moral, y alejados de la aparente esterilidad de la Filosofía natural. El último desarrollo en la Filosofía antigua fue excesivamente místico «neoplatonismo», formulado por Plotino hacia el 250 de nuestra Era.
El cristianismo, al centrar la atención sobre la naturaleza de Dios y su relación con el hombre, introdujo una dimensión completamente nueva en la materia objeto de la Filosofía moral, e incrementó su superioridad sobre la Filosofía natural, al conferirle un rango intelectual. Desde el año 200 hasta el 1200 de nuestra Era, los europeos se rigieron casi exclusivamente por la Filosofía moral, en particular, por la Teología. La Filosofía natural fue casi literalmente olvidada.
No obstante, los árabes consiguieron preservar a Aristóteles y Ptolomeo a través de la Edad Media, y, gracias a ellos, la Filosofía natural griega, eventualmente filtrada, volvió a la Europa Occidental. En el año 1200 fue redescubierto Aristóteles. Adicionales inspiraciones llegaron del agonizante imperio bizantino, el cual fue la última región europea que mantuvo una continua tradición cultural desde los tiempos de esplendor de Grecia.
La primera y más natural consecuencia del redescubrimiento de Aristóteles fue la aplicación de su sistema de lógica y razón a la Teología. Alrededor del 1250, el teólogo italiano Tomás de Aquino estableció el sistema llamado «tomismo», basado en los principios aristotélicos, el cual representa aún la Teología básica de la Iglesia Romana. Pero los hombres empezaron también pronto a aplicar el resurgimiento del pensamiento griego a campos más pragmáticos.
Debido a que los maestros del Renacimiento trasladaron el centro de atención de los temas teológicos a los logros de la Humanidad, fueron llamados «humanistas», y el estudio de la Literatura, el Arte y la Historia es todavía conocido con el nombre conjunto de «Humanidades».
Los pensadores del Renacimiento aportaron una perspectiva nueva a la Filosofía natural de los griegos, perspectiva no demasiado satisfactoria para los viejos puntos de vista. En 1543, el astrónomo polaco Nicolás Copérnico publicó un libro en el que fue tan lejos que llegó incluso a rechazar un axioma básico de la Astronomía. Afirmó que el Sol, y no la Tierra, debía de ser considerado como el centro del Universo. (Sin embargo, mantenía aún la noción de las órbitas circulares para la Tierra y los demás planetas.) Este nuevo axioma permitía una explicación mucho más simple de los movimientos observados en los cuerpos celestes. Ya que el axioma de Copérnico referente a una Tierra en movimiento era mucho menos «evidente por sí mismo» que el axioma griego de una Tierra inmóvil, no es sorprendente que transcurriera casi un siglo antes de que fuera aceptada la teoría de Copérnico.
En cierto sentido, el sistema copernicano no representaba un cambio crucial. Copérnico se había limitado a cambiar axiomas; y Aristarco de Samos había anticipado ya este cambio, referente al Sol como centro, 2.000 años antes. Pero téngase en cuenta que cambiar un axioma no es algo sin importancia. Cuando los matemáticos del siglo XIX cambiaron los axiomas de Euclides y desarrollaron «geometrías no euclídeas» basadas en otras premisas, influyeron más profundamente el pensamiento en muchos aspectos. Hoy, la verdadera historia y forma del Universo sigue más las directrices de una geometría no euclídea (la de Riemann) que las de la «evidente» geometría de Euclides. Pero la revolución iniciada por Copérnico suponía no sólo un cambio de los axiomas, sino que representaba también un enfoque totalmente nuevo de la Naturaleza. Paladín en esta revolución fue el italiano Galileo Galilei.
Por muchas razones los griegos se habían sentido satisfechos al aceptar los hechos «obvios» de la Naturaleza como puntos de partida para su razonamiento. No existe ninguna noticia relativa a que Aristóteles dejara caer dos piedras de distinto peso para demostrar su teoría de que la velocidad de caída de un objeto era proporcional a su peso. A los griegos les pareció irrelevante este experimento. Se interfería en la belleza de la pura deducción y se alejaba de ella. Por otra parte, si un experimento no estaba de acuerdo con una deducción, ¿podía uno estar cierto de que el experimento se había realizado correctamente? Era plausible que el imperfecto mundo de la realidad hubiese de encajar completamente en el mundo perfecto de las ideas abstractas, y si ello no ocurría, ¿debía ajustarse lo perfecto a las exigencias de lo imperfecto? Demostrar una teoría perfecta con instrumentos imperfectos no interesó a los filósofos griegos como una forma válida de adquirir el conocimiento.
La experimentación empezó a hacerse filosóficamente respetable en Europa con la aportación de filósofos tales como Roger Bacon (un contemporáneo de Tomás de Aquino) y su ulterior homónimo Francis Bacon. Pero fue Galileo quien acabó con la teoría de los griegos y efectuó la revolución. Era un lógico convincente y genial publicista. Describía sus experimentos y sus puntos de vista de forma tan clara y espectacular, que conquistó a la comunidad erudita europea. Y sus métodos fueron aceptados, junto con sus resultados.
Según las historias más conocidas acerca de su persona, Galileo puso a prueba las teorías aristotélicas de la caída de los cuerpos consultando la cuestión directamente a partir de la Naturaleza y de una forma cuya respuesta pudo escuchar toda Europa. Se afirma que subió a la cima de la torre inclinada de Pisa y dejó caer una esfera de 5 kilos de peso, junto con otra esfera de medio kilo; el impacto de las dos bolas al golpear la tierra a la vez terminó con los físicos aristotélicos.
Galileo no realizaría probablemente hoy este singular experimento, pero el hecho es tan propio de sus espectaculares métodos, que no debe extrañar que fuese creído a través de los siglos.
Galileo debió, sin duda, de echar a rodar las bolas hacia abajo sobre planos inclinados, para medir la distancia que cubrían aquéllas en unos tiempos dados. Fue el primero en realizar experimentos cronometrados y en utilizar la medición de una forma sistemática.
Su revolución consistió en situar la «inducción» por encima de la deducción, como el método lógico de la Ciencia. En lugar de deducir conclusiones a partir de una supuesta serie de generalizaciones, el método inductivo toma como punto de partida las observaciones, de las que deriva generalizaciones (axiomas, si lo preferimos así). Por supuesto que hasta los griegos obtuvieron sus axiomas a partir de la observación; el axioma de Euclides según el cual la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos, fue juicio intuitivo basado en la experiencia. Pero en tanto que el filósofo griego minimizó el papel desempeñado por la inducción, el científico moderno considera ésta como el proceso esencial en la adquisición del conocimiento, como la única forma de justificar las generalizaciones. Además, concluye que no puede sostenerse ninguna generalización, a menos que sea comprobada una y otra vez por nuevos y más nuevos experimentos, él decir, si resiste los embates de un proceso de inducción siempre renovada.
Este punto de vista general es exactamente lo opuesto al de los griegos. Lejos de ver el mundo real como una representación imperfecta de la verdad ideal, nosotros consideramos las generalizaciones sólo como representaciones imperfectas del mundo real. Sea cual fuere el número de pruebas inductivas de una generalización, ésta podrá ser completa y absolutamente válida. Y aunque millones de observadores tiendan a afirmar una generalización, una sola observación que la contradijera o mostrase su inconsistencia, debería inducir a modificarla. Y sin que importe las veces que una teoría haya resistido las pruebas de forma satisfactoria, no puede existir ninguna certeza de que no será destruida por la observación siguiente.
Por tanto, ésta es la piedra angular de la moderna Filosofía de la Naturaleza. Significa que no hay que enorgullecerse de haber alcanzado la última verdad. De hecho, la frase «última verdad» se transforma en una expresión carente de significado, ya que no existe por ahora ninguna forma que permita realizar suficientes observaciones como para alcanzar la verdad cierta, y, par tanto, «última». Los filósofos griegos no habían reconocido tal limitación. Además, afirmaban que no existía dificultad alguna en aplicar exactamente el mismo método de razonamiento a la cuestión: « ¿Qué es la justicia?», que a la pregunta: « ¿Qué es la materia?» Por su parte, la Ciencia moderna establece una clara distinción entre ambos tipos de interrogantes. El método inductivo no puede hacer generalizaciones acerca de lo que no puede observar, y, dado que la naturaleza del alma humana, por ejemplo, no es observable todavía por ningún método directo, el asunto queda fuera de la esfera del método inductivo.
La victoria de la Ciencia moderna no fue completa hasta que estableció un principio más esencial, o sea, el intercambio de información libre y cooperador entre todos los científicos. A pesar de que esta necesidad nos parece ahora evidente, no lo era tanto para los filósofos de la Antigüedad y para los de los tiempos medievales. Los pitagóricos de la Grecia clásica formaban una sociedad secreta, que guardaba celosamente para sí sus descubrimientos matemáticos. Los alquimistas de la Edad Media hacían deliberadamente oscuros sus escritos para mantener sus llamados «hallazgos» en el interior de un círculo lo más pequeño y reducido posible. En el siglo XVI, el matemático italiano Nicolo Tartaglia, quien descubrió un método para resolver ecuaciones de tercer grado, no consideró inconveniente tratar de mantener su secreto. Cuando Geronimo Cardano, un joven matemático, descubrió el secreto de Tartaglia y lo publicó como propio, Tartaglia, naturalmente, sintióse ultrajado, pero, aparte la traición de Cardano al reclamar el éxito para él mismo, en realidad mostróse correcto al manifestar que un descubrimiento de este tipo tenía que ser publicado.
Hoy no se considera como tal ningún descubrimiento científico si se mantiene en secreto. El químico inglés Robert Boyle, un siglo después de Tartaglia y Cardado, subrayó la importancia de publicar con el máximo detalle todas las observaciones científicas. Además, una observación o un descubrimiento nuevo no tiene realmente validez, aunque se haya publicado, hasta que por lo menos otro investigador haya repetido y «confirmado» la observación. Hoy la Ciencia no es el producto de los individuos aislados, sino de la «comunidad científica».
Uno de los primeros grupos, y, sin duda, el más famoso, en representar tal comunidad científica fue la «Royal Society of London for Improving Natural Knowledge» (Real Sociedad de Londres para el Desarrollo del Conocimiento Natural), conocida en todo el mundo, simplemente, por «Royal Society». Nació, hacia 1645, a partir de reuniones informales de un grupo de caballeros interesados en los nuevos métodos científicos introducidos por Galileo. En 1660, la «Society» fue reconocida formalmente por el rey Carlos II de Inglaterra.
Los miembros de la «Royal Society» se reunían para discutir abiertamente sus hallazgos y descubrimientos, escribían artículos, más en inglés que en latín, y proseguían animosamente sus experimentos. Sin embargo, se mantuvieron a la defensiva hasta bien superado el siglo XVII. La actitud de muchos de sus contemporáneos eruditos podría ser representada con un dibujo, en cierto modo de factura moderna, que mostrase las sublimes figuras de Pitágoras, Euclides y Aristóteles mirando altivamente hacia abajo, a unos niños jugando a las canicas y cuyo título fuera: «La Royal Society. »
Esta mentalidad cambió gracias a la obra de Isaac Newton, el cual fue nombrado miembro de la «Society». A partir de las observaciones y conclusiones de Galileo, del astrónomo danés Tycho Brahe y del astrónomo alemán Johannes Kepler, quien había descrito la naturaleza elíptica de las órbitas de los planetas, Newton llegó, por inducción, a sus tres leyes simples del movimiento y a su mayor generalización fundamental: ley de la gravitación universal. El mundo erudito quedó tan impresionado por este descubrimiento, que Newton fue idolatrado, casi deificado, ya en vida. Este nuevo y majestuoso Universo, construido sobre la base de unas pocas y simples presunciones, hacía aparecer ahora a los filósofos griegos como muchachos jugando con canicas. La revolución que iniciara Galileo a principios del siglo XVII, fue completada, espectacularmente, por Newton, a finales del mismo siglo.
Sería agradable poder afirmar que la Ciencia y el hombre han vivido felizmente juntos desde entonces. Pero la verdad es que las dificultades que oponían a ambos estaban sólo en sus comienzos. Mientras la Ciencia fue deductiva, la Filosofía natural pudo formar parte de la cultura general de todo hombre educado. Pero la Ciencia inductiva representaba una labor inmensa, de observación, estudio y análisis, y dejó de ser un juego para aficionados. Así, la complejidad de la Ciencia se intensificó con las décadas. Durante el siglo posterior a Newton, era posible todavía, para un hombre de grandes dotes, dominar todos los campos del conocimiento científico. Pero esto resultó algo enteramente impracticable a partir de 1800. A medida que avanzó el tiempo, cada vez fue más necesario para el científico limitarse a una parte del saber, si deseaba profundizar intensamente en él. Se impuso la especialización en la Ciencia, debido a su propio e inexorable crecimiento, y, con cada generación de científicos, esta especialización fue creciendo e intensificándose cada vez más.
Las comunicaciones de los científicos referentes a su trabajo individual nunca han sido tan copiosas ni tan incomprensibles para los profanos. Se ha establecido un léxico de entendimiento válido sólo para los especialistas. Esto ha supuesto un grave obstáculo para la propia Ciencia, para los adelantos básicos en el conocimiento científico, que, a menudo, son producto de la mutua fertilización de los conocimientos de las diferentes especialidades. Y, lo cual es más lamentable aún, la Ciencia ha perdido progresivamente contacto con los profanos. En tales circunstancias, los científicos han llegado a ser contemplados casi como magos y temidos, en lugar de admirados. Y la impresión de que la Ciencia es algo mágico e incomprensible, alcanzable sólo por unos cuantos elegidos, sospechosamente distintos de la especie humana corriente, ha llevado a muchos jóvenes a apartarse del camino científico.
Más aún, durante la década 1960-1970 se hizo perceptible entre los jóvenes, incluidos los de formación universitaria, una intensa reacción, abiertamente hostil, contra la Ciencia. Nuestra sociedad industrializada se funda en los descubrimientos científicos de los dos últimos siglos, y esta misma sociedad descubre que la están perturbando ciertas repercusiones indeseables de su propio éxito.
Las técnicas médicas, cada vez más perfectas, comportan un excesivo incremento de la población; las industrias químicas y los motores de combustión interna están envenenando nuestra atmósfera y nuestra agua, y la creciente demanda de materias primas y energía empobrece y destruye la corteza terrestre. Si el conocimiento crea problemas, es evidente que no podremos resolverlos mediante la ignorancia, lo cual no acaban de comprender quienes optan por la cómoda solución de achacar todo a la «Ciencia» y los «científicos».
Sin embargo, la ciencia moderna no debe ser necesariamente un misterio tan cerrado para los no científicos. Podría hacerse mucho para salvar el abismo si los científicos aceptaran la responsabilidad de la comunicación», explicando lo realizado en sus propios campos de trabajo, de una forma tan simple y extensa como fuera posible y si, por su parte, los no científicos aceptaran la responsabilidad de prestar atención. Para apreciar satisfactoriamente los logros en un determinado campo de la Ciencia no es preciso tener un conocimiento total de la misma. A fin de cuentas, no se ha de ser capaz de escribir una gran obra literaria para poder apreciar a Shakespeare. Escuchar con placer una sinfonía de Beethoven no requiere, por parte del oyente, la capacidad de componer una pieza equivalente. Por el mismo motivo, se puede incluso sentir placer en los hallazgos de la Ciencia, aunque no se haya tenido ninguna inclinación a sumergirse en el trabajo científico creador.
Pero, podríamos preguntarnos, ¿qué se puede hacer en este sentido? La primera respuesta es la de que uno no puede realmente sentirse a gusto en el mundo moderno, a menos que tenga alguna noción inteligente de lo que trata de conseguir la Ciencia. Pero, además, la iniciación en el maravilloso mundo de la Ciencia causa gran placer estético, inspira a la juventud, satisface el deseo de conocer y permite apreciar las magníficas potencialidades y logros de la mente humana.

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